El árbitro
Al pobre juez del encuentro, al árbitro, la vida le condenó a ser el
más sacrificado del estadio, el más vilipendiado, silbado, insultado y
zarandeado moral e incluso físicamente de las miles de personas que abarrotan
el campo de fútbol. Sin embargo, y aunque parezca mentira, no está en semejante
sitio por obligación, nadie le fuerza a hacerlo, su presencia no se debe a una
promesa religiosa y, para más inri, no gana una fortuna por su ingrato trabajo.
El árbitro es un personaje extraño, un ser rarito, de vocación singular, que
tiende al heroísmo y al exhibicionismo, al fu y al fa, a la contradicción
personal y al martirio; el árbitro tiene algo de papa de Roma y de un San
Sebastián asaeteado por el infiel y con un ramalazo cómico y patético de
Arlequín sin Colombina. Es un juez pero en pantalón corto, sin los atributos
del magistrado; es un juzgador vestido de niño triste (recientemente le
cambiaron el uniforme y va, el pobre, de amarillo) que hace la primera comunión
con su trajecito negro, de luto, porque se murió don Santiago Bernabéu y él no
ha podido todavía superar la pena que le acongoja. Se hace respetar con un
silbato, con un pito, y también con un lenguaje gestual exagerado y teatral.
Sus dictámenes siempre son rápidos y terminantes y, como mucho, consulta con el
linier porque del resto de los testigos no se fía. Nunca pregunta a los
espectadores, ni a la fuerza pública. No hay antecedentes de que el árbitro se
acerque al recogepelotas y le haga una consulta técnica. Vive en soledad, y a
pesar de los miles de testigos de las infracciones, juzga y es juzgado,
sanciona y es condenado con la guillotina del insulto, con el fusilamiento de
la injuria.
¿A quién representa el árbitro? ¿De dónde viene? ¿Qué pretende? El
árbitro es un ser de lejanías, misterioso, enigmático, inquietante y oscuro. Es
el destino, representa a la fatalidad, tiene el rostro de la causalidad y un
alma tiritona, de escopeta; el colegiado juega con lo que pudo haber sido
porque es el único entre los miles que observan el acontecimiento que puede
cambiar el curso de los hechos; dueño de vidas y haciendas señala, riñe,
amonesta, expulsa, inicia, finaliza y se venga cuando un delantero desesperado
le susurra al oído: `¿Estás ciego, hijo de puta?´ y eso no lo tolera, le
expulsa, sí, lo echa del campo no porque le haya mentado a su mamá (la pobre ya
espera arrodillada y con los brazos en cruz el aluvión de mierda que se le
viene encima) sino porque le haya llamado ciego. ` ¡Ciego yo!´, clama
blandiendo la tarjeta roja, mientras señala con el dedo expulsador el camino del
vestuario. ` ¡Ciego, yo, que tengo mil ojos, que todo lo veo, que tengo un ojo
de cristal tallado, un ojo de tuerto bizco que relampaguea inscrito en un
triángulo de plexiglás, en un triángulo divino!´.
Hay muchas clases de árbitros, tantas como directores de orquesta y
todos con su sintaxis arbitral cambian el curso del encuentro. Él es el más
decisivo y lo sabe, los veintidós restantes sólo son marionetas en sus manos;
personajes secundarios e, incluso, el que mejor toca el violín, ese brasileño
que cuesta millones, es sólo un comparsa que se inclina ante sus decisiones
irrevocables e inapelables. Él está por encima de la injusticia y puede, siendo
como es un simple aficionado, trastocar con sus decisiones un universo
profesional con presupuestos semejantes a muchas naciones de la Tierra. Su
grandeza es el poder omnímodo y su privilegio el error garrafal, la
equivocación absoluta, la apreciación que puede desembocar en la injusticia
clamorosa porque es el único que puede interrumpir el vuelo del balón; es la
mano del destino, la sonrisa inocente del azar. Es Dios.
Hay muchas clases de árbitros, sí, pero todos serán lapidados con el
pensamiento y algunos, sólo algunos, con el casco de Coca Cola. Hay muchas
clases de árbitros. Pasemos lista: el afectado, el mandón, el chulo, el
sonriente, el que se peina para atrás, el calvo, el peludo, el patizambo, el
vendido, el vengativo, el admirado, el prudente, el caballero de Valladolid, el
simpático, el televisivo y el bajito. El bajito, y esto no se sabe muy bien por
qué, es siempre el más estimado de los colegiados, tiene como un aire
napoleónico insuflado en un cuerpecillo escuchimizado que denota bravura y
valor reconocido. Al bajito le falta prestancia pero le sobra arrojo; se
estira, se pone de puntillas, se encara con los gigantes y los derriba con
autoridad; qué bien saca el colegiado bajito la tarjera roja. El árbitro
cumple, en estos tiempos de penurias y desconcierto, un papel de anticristo que
nos ayuda a sobrevivir, es alguien a quien odiar, un ser al que zaherir, un
inocente que se equivoca con buena fe y al que tomamos por un ser luciferino.
Es como un banquero con pantalón corto al que le vemos la jeta y del que
conocemos sus pecados recientes. Es un inocente que paga por los pecados del
prójimo y tiene, cuando le grita y le silba el respetable, la expresión
sacrificada de Cristo en la cruz, del inocente al que clavamos, cada domingo, a
un madero infame.
Fuente: El Comercio
¿Qué opinas?