Quiero ser árbitro
Si deseas emociones hazte árbitro y descubrirás un fantástico mundo dentro del deporte». El reclamo es de la Federación Española de Fútbol y, aunque pueda resultar irónico por la leyenda negra que persigue a la profesión a causa de la presión que suelen soportar sus protagonistas, lo cierto es que el número de colegiados no deja de crecer. Vocación, tradición familiar, crisis económica, casualidades, el mero hecho de probar, el boca a oreja... Son variados los caminos que pueden conducir a alguien a iniciar una carrera mirada con escepticismo por la mayoría al estar vinculada de forma irremediable a imágenes fatalistas de falta de respeto por parte de jugadores, técnicos, presidentes de clubes y aficionados. Pero una conversación con los decanos del reglamento del fútbol permite romper estereotipos y descubrir también la cara positiva de una actividad que, según aseguran, «da más satisfacciones que disgustos».
EL CORREO organizó una charla entre árbitros vizcaínos de diferentes edades y niveles de experiencia para conocer sus ilusiones y desvelos, sus motivaciones y reparos, sus aspiraciones y preocupaciones. Se celebró en la grada del campo de Mallona, en el barrio de Begoña de Bilbao, y en ella participaron Aitor Mallo y Urko Fernández, ambos de 17 años, Jon Ugarte, de 24 años y colegiado de División de Honor, y Xabier Losantos Omar, ex árbitro de Primera -dirigió más de 140 partidos en esa categoría- y actual colaborador de la Fundación Athletic. La conversación tuvo lugar después de que Losantos impartiera una conferencia a jugadores del Danok Bat, cuyos dirigentes permitieron a este periódico utilizar un vestuario para que los jóvenes valores del arbitraje se pusieran su traje de faena para la sesión fotográfica. Madurez y savia nueva cristalizaron en un debate serio en el fondo y distendido en las formas que permite entender mejor a estos apasionados del fútbol.
Aitor Mallo, estudiante de Bachillerato, lleva tres temporadas recorriendo los campos vizcaínos y, además de árbitro, es también futbolista. Empezó como 'referee' muy joven, a los 14, ya que con esa edad se les permite en el territorio dirigir encuentros de deporte escolar. No oculta que su motivación inicial fue «ganar un dinerillo» para sus gastos, pero ahora el «gusanillo» le ha picado del todo y disfruta con lo que hace. Urko Fernández, también bachiller, es un claro ejemplo de vocación temprana. Su hermano arbitraba y, desde muy pequeño, le cogía el reglamento para aprenderlo poco a poco. Tuvo que esperar hasta los 16 años para hacer el cursillo. Dejó el fútbol, porque compaginar ambas facetas además de los estudios le resultaba imposible. Jon Ugarte, maquinista del metro, tiene una experiencia de cinco años con el silbato y se enfundó por primera vez el traje negro porque una grave lesión de tobillo le obligó a colgar las botas. «Y ya ves, me acabó gustando».
Los tres miran y escuchan a Losantos Omar con indisimulada admiración. El ex colegiado, al que un día le convencieron para arbitrar y ya no pudo dejarlo -tenía entonces 21 años y empezó en el fútbol sala antes de pasar al de once-, habla con conocimiento de causa y con la pausa propia de la madurez profesional. «El arbitraje -dice a sus contertulios- es una escuela de la vida. Una compañera de trabajo me dijo el otro día que su hijo de 15 años había empezado a arbitrar y que estaba encantada porque había empezado a tomar decisiones por sí mismo y había dejado a un lado la inseguridad. Como árbitro tú te organizas tu viaje, tú escribes las actas, tú decides. O por acción o por omisión vas a tener que tomar decisiones, no vale abstenerse, por lo que es una fuente de aprendizaje impresionante. Hay que tener una mentalidad abierta para aprender también de los errores».
Desde fuera, resulta duro asumir esa expresión tan manida de que lo mejor que le puede suceder a un árbitro es pasar desapercibido. O, dándole la vuelta a la expresión, que un colegiado solo adquirirá protagonismo si adopta una decisión polémica. Pero el estruendo mediático por tal o cual penalti y la realidad terrenal a pie de campo en el resto de categorías son dos universos paralelos que no tienen por qué confluir. Los cuatro participantes en la charla coinciden en que, una vez que empieza el partido, es necesario desconectar hasta dejar de escuchar los gritos desde las tribunas y los banquillos. «Hay que evadirse», afirma Ugarte. «Si empiezas a mirar al público, malo», observa Fernández. «Yo también juego, y cuando los de mi equipo abroncan al árbitro y sé que tiene razón...», apunta Mallo. «A nivel psicológico te vas superando partido a partido», concluye Losantos Omar.
Las categorías
Son casi 450 los colegiados vizcaínos que se reparten todos los fines de semana por la geografía del territorio, una cifra jamás alcanzada hasta ahora. En otros lugares el auge del arbitraje también es evidente -en Madrid se ha pasado de 800 en 2007 a 1.045 en 2010 y en Navarra su número se ha incrementado en un 66% en solo siete años-. Algunos expertos lo atribuyen a la crisis económica, pero según el colaborador de la Fundación Athletic «los que solo están por el dinero» suelen dejarlo a los dos años porque no les compensa. Hay baremos para pagar a los 'referees' en función de distintas variables como la distancia hasta el estadio, si es por la mañana o por la tarde, etcétera. Lo mínimo que se suele percibir por pitar encuentros de fútbol escolar ronda los 20 euros. «Algunos empiezan así, es cierto, pero luego se acaban enganchando», corrobora José Antonio Mijares, presidente del Comité de Árbitros de Vizcaya.
La presión sobre los árbitros cambia según la categoría. En edades muy pequeñas la ejercen algunos padres, en el fútbol regional grupos de aficionados y en Primera «es ya mediática y de los propios clubes», explica Losantos Omar. «Recuerdo que en un partido tuvieron que llamar a la Policía Municipal y también a la Ertzaintza para protegerme, curiosamente, de algunos seguidores del equipo visitante», interviene Jon Ugarte, que reconoce que cuando sucede algo así piensas en dejarlo todo «mientras estás en caliente». «Cuando empiezas en el mundillo, se nota que el público, los entrenadores y los jugadores ven que son tus primeros partidos e intentan pincharte, están al fallo», dice Urko Fernández. «En un partido dos chavales se enzarzaron en una pelea, les expulsé y luego vino un padre a pedirme explicaciones», aporta Aitor Mallo con un gesto de incredulidad. «Si pensaras que te va a pasar algo ni siquiera saldrías al terreno de juego. La clave es concentrarse en el verde y abstraerse de todo lo demás», concluye el ex colegiado de Primera, al que un exaltado agredió cuando todavía dirigía choques de fútbol sala.
Pero hay otro componente inherente a la condición de árbitro y que pasa desapercibido para el resto, sean futboleros o no. Se trata de la «presión interna» que tienen los colegiados por la autocrítica y la exigencia por mejorar día a día, una exigencia que también les obliga a una excelente preparación física. «Yo me exijo mucho personalmente -confirma Jon Ugarte en este sentido-. Tú sabes perfectamente cuándo has estado bien o no. Hay que ser crítico y aprender de los errores. Yo analizo mis partidos, mis gestos, una ley de la ventaja mal aplicada... La presión me la doy yo mismo». Los otros tres coinciden en esta apreciación y también en otra que puede sorprender a quienes no están metidos de lleno en el mundo del arbitraje. «Los momentos malos son muchísimos menos que los buenos. No somos masocas», subraya el más veterano de los contertulios. «Yo también me lo paso bien», incide Mallo. «Futbolista puede ser cualquiera, pero árbitro no», sentencia Ugarte.
Noticia e imagen:http://www.elcorreo.com/
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