La peor señal: naturalizar el salvajismo

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En tiempos líquidos, donde nada se razona ni calibra demasiado, un día es atropellado tras otro y el carrusel no deja de girar. Hace menos de una semana, Agustín Orion pudo perder un ojo. Pero como todavía lo tiene, aquel episodio quedó en el olvido. Orion se quedó en la cancha y así invitó a los salvajes a que ajustasen su precisión. En el segundo tiempo volvieron a intentarlo y le lanzaron un encendedor. Entonces, se escuchó el temerario "otra piedra más y el partido se suspende". Pavoroso, en el Gigante de Arroyito quedó legitimado otro despropósito: se pueden arrojar dos proyectiles por partido. ¿Y el límite es la puntería? Irracional. Sin compromiso ni determinación, la solución es un espejismo. Cuando una sociedad empieza a naturalizar lo excepcional, está perdida. Y este retrato excede largamente los límites de una cancha de fútbol.
Al que arroja la piedra le sobran secuaces. Hemos avivado a un monstruo ingobernable. El fútbol argentino es violento por culpa de todos, especialistas en hacerse los distraídos. El futbolista, acomodaticio y funcional, jamás se rebela por su cascarón demagogo. Los árbitros estiran los límites tolerables porque se los exige el titiritero que maneja el show televisivo. El gremio no alza la voz porque aceptó el adoctrinamiento. La policía, cómplice, pide más efectivos para operativos ineficaces. Y los periodistas exacerbamos el ánimo colectivo con sentencias que veneran y lapidan en un parpadeo. Como sólo se roza la tragedia, no se toma conciencia de que la condescendencia frente a estas situaciones ha sembrado decenas de bombas de tiempo. Tic-tac, tic-tac..., después es tarde.
Rosario Central seguramente recibirá un castigo económico y disciplinario -clausura del estadio o de algún sector- desde la Conmebol. Le duele al club, pero no al hincha. El hincha tiene que condenar la sinrazón. Comprometerse ante el desatino, no legitimarlo con su desdén. No es lo mismo comportarse educadamente que cobijar la barbarie. Cuando se suspendan los partidos o se los den por perdidos a los equipos cuyos hinchas sean los agresores, tal vez algo cambie. Tal vez. Esta inacción es frustrante.
Europa se involucra. Existe un firme pacto contra la violencia, la xenofobia y la discriminación. Descuento de puntos y estadios que se cierran. Clubes que quedan inhabilitados para participar de copas europeas y hasta descensos en sus ligas. Traslado de la localía a cientos de kilómetros. Clubes que reubican a sus hinchas o directamente los expulsan. Diego Simeone se equivocó y aún está pagando 8 jornadas de suspensión en España; una de las fechas fue por aplaudir la expulsión, un agravante que entendieron no debían dejar pasar. Acá, un futbolista expulsado suele retirarse con el bálsamo protector de una ovación. Allá hay conductas que avergüenzan y no las cajonean en la indiferencia. También ocurren actos salvajes y vandálicos, pero actúan. No se entregan al sopor del olvido como correctivo.
Hace un tiempo que las canchas argentinas se quedaron sin simpatizantes visitantes, irrefutable prueba de una derrota estructural. Será porque el fútbol espeja en un país que sigue perdiendo educación y civilidad. Que se mueve con la inercia de la involución.
Artículo escrito por Cristian Grosso en: La Nación

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