El año en que el fútbol se congeló por el asesinato de un árbitro. Por ESTEWIL QUESADA FERNÁNDEZ
Minutos después de las 11 de la mañana del martes 14 de noviembre de 1989 me aprestaba a llamar por teléfono a la casa de Álvaro Ortega Madero, cuando escuché en el programa Momento Deportivo, de RCN Radio, la información de que él integraba la terna arbitral que al día siguiente actuaba en Medellín para el partido de fútbol profesional entre Deportivo Independiente Medellín y el América de Cali.
‘Ya está en Medellín’, pensé en la habitación de la Clínica Santa Mónica, de Barranquilla, donde la madrugada de ese día me había convertido en padre primerizo, lamentándome de que debía buscar a otra persona, diferente a él, que se ofreció a prestarme el dinero que necesitara para los gastos que originan la llegada de un hijo.
En al menos dos ocasiones, en que me tocó cubrir competencias boxísticas en esa ciudad, viajábamos juntos o acordábamos encontrarnos allá, hasta dos días antes de un partido en que participaba. Miraba boxeo, deporte que le apasionaba, y siempre aprovechaba la estadía para comprar jeans y ropa para su almacén Variedades Marbeluz, que su esposa Betty Barrios administraba en la propia casa.
Nacido 32 años atrás en Robles, corregimiento de El Guamo (Bolívar) y economista a punto de graduarse en la Universidad Simón Bolívar, Álvaro Ortega era allegado a los periodistas deportivos de Barranquilla, quizás porque sus hermanos eran ciento por ciento deportivos en Cartagena, incluyendo un periodista, Hegel. Asistía casi todos los días al programa radial de Hugo Illera y visitaba las salas de redacción. Recuerdo que el 20 de diciembre de 1988 ofició como uno de mis fotógrafos en la graduación de Comunicador Social-Periodista.
Pero, ese martes 14 de noviembre, en vez de llamarlo, marqué al Diario del Caribe, donde también funcionaba la oficina de EL TIEMPO, y le informé el nacimiento a mi jefe inmediato, Wílder Molina, sin saber que Ortega Madero estaba sentado frente a su escritorio.
Al día siguiente, el miércoles 15, escuché a un prestigioso comentarista radial de Medellín calificar de ‘pillo y sinvergüenza’, con nombre propio, al árbitro Orlando Reyes (entonces se sorteaba la terna), que dirigió el partido terminado 0-0… Y creo que menos de una hora después, en el mismo dial, oí el extra noticioso de “acaban de matar a un árbitro de fútbol en Medellín”. De inmediato pensé que se trataba de quien completaba el trío: Jesús Díaz Palacio.
El barranquillero Díaz Palacio era en ese momento, a sus 38 años, el árbitro de fútbol más importante de Suramérica y uno de los estelares del mundo con escarapela Fifa. Pitó el Mundial de México 86, los Juegos Olímpicos de Seúl 88, Copas Libertadores de América y la final de la Copa América de 1989 en Brasil. Era una figura de tal dimensión que en los estadios de Colombia, al igual que a los jugadores, los aficionados solicitaban su autógrafo.
Esa noche en Medellín, a unas determinaciones de Orlando Reyes, parte de la tribuna coreaba ‘¡Chucho! ¡Chucho! ¡Chucho!’. Y luego del partido, el comandante de la patrulla que llevaba a la terna de regreso al hotel tuvo que raptarlo entre los aficionados, luego de firmar cerca de 50 autógrafos a la salida del estadio. Cuando subió a la patrulla, Álvaro Ortega, en broma, le dijo: ‘¿Qué, artista?’.
Díaz conoció a Ortega desde 1981, cuando el bolivarense se vinculó como juez al Colegio de Árbitros de la Liga de Fútbol del Atlántico (Codalfa). Le impresionó su manera seria de dirigir, hasta llevarlo, con el paso del tiempo, a convertirlo en el tesorero de la entidad, que Díaz presidía, y a vincularlo, luego de ser juez de línea, como árbitro de los partidos de Dimayor en ese 1989.
Las palabras de Díaz Palacio pesaban y un año antes, tras el secuestro en Medellín del árbitro Armando Pérez (quien dijo que el mensaje de sus captores fue ‘El que pite mal, lo borramos’), los medios masivos de comunicación del país recogieron en titulares las declaraciones del barranquillero: “En Colombia solo falta que maten a un árbitro”.
Pero Díaz no pudo persuadir a Ortega, de 1,86 metros de estatura y hombre de temperamento fuerte, para no ir esa vez a Medellín. Ortega había pitado el 26 de octubre en Cali en el triunfo 3-2 de América sobre Medellín y anulado un gol al visitante cerca del final por jugada peligrosa (Díaz fue juez de línea), hecho que no cayó bien en la capital antioqueña.
Salieron a las 6:45 de la mañana de Barranquilla de ese miércoles 15 de noviembre. Se instalaron en la misma habitación de un hotel cercano al Nutibara, en el centro de Medellín, y fueron a comprar, en Almacén Éxito, los jeans para el negocio y la ropa para sus hijas (Mónica, de 5 años, y Ana Lorena, de 3).
Después de mediodía, Ortega recibió una llamada en la habitación que lo dejó preocupado. Díaz le preguntó, una y otra vez, qué pasaba, pero Álvaro no soltó palabra alguna. Solo le dijo que después del partido le contaría.
Ellos le pidieron a la patrulla que lo dejaran cerca del hotel para cenar, antes de las 11 de la noche. La señora que preparaba la comida en Dino se había ido y solo se tomaron una gaseosa cada uno, decidiendo caminar los pocos metros que los separaba a otro establecimiento, Sorpresa, de la misma calle donde también vendían alimentos. Entonces Jesús Díaz le preguntó sobre la llamada.
–‘Chucho’, lo que pasa…– dijo Ortega.
Justo, en ese momento, se escucharon el chillido de las llantas de un vehículo a sus espaldas. Cuando Díaz gira la cabeza a la izquierda, ve que del carro, a unos cinco metros, sale un tipo con una miniametralladora apuntando.
–Apártese, ‘Chucho’– dice el desconocido.
Álvaro sale corriendo y Díaz escucha un disparo. Ortega cayó a seis metros, herido en una pierna. El tipo pasó por encima de Díaz sin dejar de apuntar, agarró por el cuello a Ortega y le descargó nueve disparos. Luego se abrió. Díaz llegó donde Álvaro y trató de pararlo.
–Estoy herido. ‘Chucho’, coge a ese h. p.
Díaz se abalanza sobre el carro, por el lado del conductor. Con una mano se agarra y con otra golpea. El asesino, dentro del vehículo, no le deja de apuntar a la cabeza.
–Tranquilo, ‘Chucho’, que eso no es con usted– dice el conductor.
Díaz responde con ofensas, pero el conductor, con el carro en movimiento, le suelta la mano y cae. El carro desaparece.
Díaz se levanta y carga a Álvaro. Nadie lo quiere llevar. Hasta que se atraviesa en la mitad de la calle y con la ayuda de un indigente, que luego le robó la cartera de Ortega, lo sube al vehículo y lo lleva a la Clínica Soma, a pocas cuadras. Unos minutos más tarde, el médico le comunica que su amigo murió.
Díaz pidió un teléfono y llamó a su madre, Francisca, para tranquilizarla. Quería salir de Medellín con el cadáver de Álvaro, pero sabe que el trámite es lento y el vuelo de SAM, de regreso a Barranquilla, parte a las 8:20 de la mañana.
Aún aturdido, recuerda que alguna vez le dijo al alcalde de la ciudad, Juan Gómez Martínez, ‘bienvenido a mi oficina’, en un saque de honor. Y el mandatario le respondió que a la orden por la Alcaldía. Le pidió al Comandante de la Policía que le comunicara con el Alcalde y el mandatario agilizó el procedimiento. Cuando Díaz pudo hablar con la prensa, solo dijo: “Hoy no han matado a un árbitro, sino a dos”, y se fue del fútbol.
Evitar los tiros
Jesús Díaz Giovannetti (el Palacio, con el que lo bautizaron, es el apellido materno de su madre y por eso cambió) se frota los ojos húmedos en el patio de su casa la noche del jueves de la semana pasada. A los 63 años le cuesta hablar sobre el tema. Dice que ha hecho una excepción. La muerte de Ortega lo enfermó, especialmente de los nervios y del estómago, y necesitó ayuda psicológica.
Renunció de Coldeportes en aquel tiempo y se enroló con Laboratorios Procaps. Desde junio pasado está jubilado, tras 24 años y medio como visitador médico y luego como ejecutivo de ventas. Por un tiempo fue analista arbitral de RCN radio.
En 1994, tras el asesinato de Andrés Escobar, regresó a Medellín a petición de un amigo médico que dijo que era necesario volver por su bien. Y una tarde estuvo en el sitio exacto de los hechos. Y se sintió mejor consigo mismo.
Cada 15 de noviembre es un día triste para él. Por lo general, visita la tumba de Álvaro, en Jardines del Recuerdo.
Cuando trabajaba en Procaps, llamaba a su jefe y le pedía permiso para tomarse el día de descanso. Su cabeza no daba. Peor es ahora que se acerca la Navidad y Barranquilla se inunda de pólvora. Entonces se encierra en casa. Desea evitar el ruido de los tiros como aquella noche de hace 25 años.
El proceso por su muerte ya prescribió
En una caja marcada con el número 231 de la sede de la Fiscalía en Itagüí reposa el proceso por el asesinato del árbitro de fútbol Álvaro Ortega Madero, ocurrido el 15 de noviembre de 1989.
Tras su muerte se escucharon versiones sobre la supuesta responsabilidad de apostadores como determinadores del asesinato y también se escucharon señalamientos contra el capo del narcotráfico Pablo Escobar. Sin embargo, fuentes de la Fiscalía señalaron que la investigación no avanzó y no se lograron capturas por el homicidio.
El fiscal 176 local de Medellín archivó la investigación hace cinco años al prescribir la posibilidad de seguir las pesquisas. Legalmente en Colombia, cumplidos 20 años de la ocurrencia de los hechos, no es posible mantener abiertas las investigaciones.
Hace tres años cuando el proceso ya estaba cerrado, se conoció una versión del sicario John Jairo Velásquez Vásquez, alias ‘Popeye’, quien señaló que Pablo Escobar había ordenado el crimen luego de que el árbitro pitó un partido entre América y Medellín, cuyo resultado disgustó al capo.
Un año sin estrella
El torneo de 1989 pasó a la historia por ser el único que terminó sin campeón en el fútbol colombiano. Ocho días después del asesinato de Ortega, el 22 de noviembre, la asamblea de Dimayor decidió cancelar el campeonato “por unanimidad”.
Álex Gorayeb, presidente de la entidad, renunció el 17 de marzo de 1990. “No quieren ni honestidad ni imparcialidad en el fútbol y yo no voy a renunciar a esos principios”, dijo entonces.
Noticia e imagen: http://www.eltiempo.com/
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