El fútbol en los recreos
Hasta aquí hemos llegado. Tendremos que admitir que los niños (y niñas,
claro) jueguen al fútbol en el recreo imitando los gestos de sus ídolos con la
misma y pasmosa habilidad con la que Woody Allen se transformaba en negro en la
película Zelig. Habrá que aceptar que los goles ya no se celebren en los
patios de los colegios de forma colectiva, anárquica y bulliciosa, sino que se
limiten a una celebración estrictamente individual, egocéntrica y demasiado
teatral llevada a cabo por el autor del gol. No hay más remedio que entender
que el educativo caos que envolvía a los partidillos escolares ha tenido que
suavizarse para que una discusión por un penalti que pudo haber sido no termine
con una denuncia contra el profesor de guardia por haber permitido que Pepito
empujara a Juanito. Incluso tendremos que acostumbrarnos a que a la hora de
repartir los equipos y funciones, a alguien le toque ser portero (ese puesto
que casi ningún niño quiere? hasta que llega el momento de ponerse bajo los
palos en un penalti) y alguien tendrá que aceptar ser árbitro. Árbitros en los
recreos. ¿Cabe mayor herejía? ¿Es posible caer más bajo? ¿A alguien se le
ocurre algo más futbolísticamente perverso que un partido de fútbol en el patio
del colegio dirigido por un niño-árbitro que se ve en la obligación de, glup,
pitar un penalti en contra de ese niño de 5º A o anular un gol a ese chaval de
4º C porque hizo falta al portero? Pues sí. Hay una herejía mayor. Es posible
caer más bajo. A mí se me ocurre algo más perverso. ¿Por qué? Porque lo he
visto.
Yo he visto cosas que vosotros, futboleros, no creeríais. He visto a un
niño-árbitro en un partido en el recreo pitar una falta, contar los pasos
reglamentarios para colocar la barrera y, después, agacharse para trazar una
línea imaginaria con un espray imaginario después de agitarlo imaginariamente.
No he vuelto a ser el mismo futbolero desde entonces. Porque lo peor no fue el
surrealismo mágico que envolvió la escena, sino que los niños que formaban la
barrera? ¡se mantuvieron detrás de la línea imaginaria con una antinatural
disciplina! Por Dios, ¿a dónde hemos llegado? ¿Qué hemos hecho mal para que
muchos niños se preocupen más de no despeinarse que de despejar el balón con la
cabeza? ¿Qué hemos hecho mal para que tantos niños celebren los goles como si
fueran pequeños Ronaldos? ¿Qué hemos hecho mal para que las diferencias de
criterio en un partido de fútbol jugado entre niños se resuelvan con la
decisión de un árbitro-niño vigilado por un profesor angustiado que no quiere
acabar con sus huesos en un expediente por permitir que los niños se empujen en
el patio? ¿Y qué hemos hecho mal para que una línea imaginaria trazada por un
espray imaginario previamente agitado por un niño-árbitro tenga más autoridad
sobre los niños que una encíclica papal en una reunión de jesuitas?
Pronto llegarán a los patios de los colegios los espráis de verdad. Eso
daría la razón a la pedagoga Heike Freire, que sostiene que a veces las
innovaciones crean una ilusión de novedad por una simple estrategia de
márquetin. Es decir, la innovación del espray, como la innovación de las botas
personalizadas o las camisetas con los nombres de los futbolistas en la
espalda, no son más que novedades que buscan vender más espráis, botas y
camisetas. La misma Freire recuerda que el economista Joseph Schumpeter definió
el concepto de innovación como "creación o modificación de un producto
para su introducción en el mercado". Visto lo visto, creo que todas las
innovaciones futbolísticas no son más que modificaciones para vender productos.
Por ejemplo, espráis.
El día que vea a un niño protestar en el recreo porque otro niño, que
le tocó ser árbitro, agitó un esprays imaginario en vez de mezclarlo, como dice
James Bond que hay que hacer con el martini con vodka, me retiraré de la
contemplación del fútbol y pasaré mis últimos momentos lamentando no haber
conocido Anfield. Mis últimos momentos, sí, porque cuando llegue ese día, será
el día del fin del mundo.
Artículo escrito en: La Opinión - A Coruña
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